miércoles, 22 de noviembre de 2023

El sentimiento pensado



Sentir el pensamiento equivale a mutilarlo; a recortarlo. No porque haya trabas. Por el contrario. Implica dejar el pensamiento librado a una circularidad permanente que agota, que se limita a sí misma. Y que limita, por lo tanto, al sujeto pensante. El sujeto sintiente acordona (censura) al sujeto pensante.

Pensar el sentimiento es darle margen de acción. Permitir al sentimiento encontrar sus raíces y sus razones. Sus causas últimas e intermedias. Su futuro, atado a un movimiento disolvente que entiende su propia dinámica y su propia razón de ser. Todo lo real merece la cualidad de racional. El sentimiento debe ganar su condición de racional. Es decir, su derecho a existir y/permanecer. Esa permanencia, sin embargo, transcurre entre distintas cualidades. Es un sentimiento en disolución, solo en el marco de que tiende a su conversión. A su anulación en el propio pensamiento.

Si el pensamiento sentido es un caos interminable que se recorre a sí mismo arriba abajo; el sentimiento pensado es el origen de un orden cognoscible y transformable. Es decir, un orden capaz de dotar de sentido al sentir. El pensamiento sentido solo puede ser el prólogo del sentimiento pensado. El sentimiento pensado se disuelve en un sentir distinto. Superior, podríamos decir, sin miedo a la pedantería.

martes, 16 de mayo de 2023

Pegado al temor

 


Se miró los dedos por cuarta vez. Preocupado. Lo invadió una sensación habitual: miedo. Volvió a rasparse el pulgar de la mano derecha con la uña del pulgar de la izquierda. Nada. La sustancia viscosa seguía así. En ese momento no era precisamente viscosa. La viscosidad pertenecía a un pasado reciente. La dureza había invadido esa porción de su cuerpo.

Llevaba semanas pensando en su propia hipocondría. En su persistente temor al daño corporal. Se acarició la cara. Llevó la mano izquierda al ojo. Sintió una molestia. Tres noches antes, una piña había impactado en esa parte del rostro. El puño del lumpen borracho había dejado su marca. No había dolor. Había dejado de haberlo esa misma madrugada. Pero él no podía dejar de tocarse la cara y pensar en el miedo al daño físico.

Ese fantasma lo había perseguido por años. Quizá toda su vida. O toda su vida adulta. Hubo un tiempo sin temores. De una audacia física que limitaba con la estupidez. Tenía 15 años cuando trepó a una torre de luz en el parque infantil. Estaba tan borracho como sus amigos, que celebraron la temeraria escalada. Su memoria no cuenta el suficiente alcance. Envidia a quienes pueden recordar detalles de su juventud. Los admira. Les admira, para ser preciso. Él tiene flashes. Imágenes paganas, formas y siluetas. Alguna sensación corporal.

Recordó otra audacia. La palabra “audacia” le pareció un poco tonta de golpe. Se censuró a sí mismo. Se pensó demasiado básico, demasiado pobre de recursos, demasiado falto de vocablos o términos para describir aquello. Recuerda que hacía calor. Recuerda el balcón de un cuarto piso. Un edificio en la calle Olmos. Ambrosio, no Emilio. Su extrañada Córdoba. La Negra Claudia censurándolo. En un tono jujeño que arrastraba desde su norte natal y seguiría arrastrando por años. Juan Pablo mirándolo con una sonrisa infantil. La China asumiendo su mejor cara de orto y putéandolo por sentarse en la baranda del balcón. La noche cordobesa, cálida y regada en cerveza Palermo. Ironías de la geografía.

Volvió a mirarse los dedos. El pegamento seguía ahí. Duro. Persistente. Como su temor al daño físico.

Puro Pasado





Como arrastrando los pies por el barro. Con la mirada cansada. Y las lágrimas aún más cansadas. Como una vertiente eterna. Ya desgastada de tanto entregar el salado líquido.

Como un cansancio nacido del fracaso y la amargura. De esa amargura que parece cimentarse a cada hora del día.

Mario caminó aquellas cinco cuadras en silencio. Su silencio y el de la calle. Cruzando Suipacha, chocó de frente con la correntada de aire que atravesaba Diagonal Norte. Miró a los costados. De un lado, la figura imponente del Obelisco. Del otro, fantasmales palmeras que simbolizaban Plaza de Mayo. Recordó aquella tarde. Dos semanas antes. La bandera ondeando con el viento. Un viento que esa noche parecía seguir soplando. Recordó el rostro de Jimena. Sus ojos grises, al otro lado de la franja de tela, justo en el otro palo de la bandera. Su sonrisa triste, lejana. Demasiado lejana para alguien que estaba a escasos tres metros. Ahora estaría a miles de metros. A kilómetros o más.

Le asomó otra lágrima. Una más. Y van…

Sabía que esa imagen era puro pasado. Un recuerdo que tendía a confundirse con el viento. A desplegarse por el cielo de esa ciudad que no era la suya y nunca lo sería. Siguió caminando. Tocó el portero. Abrieron.

Siempre admiró la belleza oligárquica de esa escalera. Su lujo añejado de historia. Su brillo pulido, posiblemente, esa misma tarde. Subió por el ascensor. Dejó atrás el piso en el que podría haber bajado. Las poleas y el viejo motor lo llevaron hasta arriba. A un piso doce.

Giró la llave en la cerradura. Salió al aire porteño. Lo respiró. Sintió un poco de olor a mierda en la nariz y en los pulmones. Y corrió hacia el vacío. 

jueves, 20 de agosto de 2020

A 80 años del asesinato de Trotsky: derecho al optimismo revolucionario



Dos cuerpos exhaustos. Dos hombres acostados, uno al lado del otro. Dos cuerpos fatigados hasta lo imposible, que intentan la imposible tarea de dormir. La noche más larga y más tenaz.

Hablan a media voz, como queriendo no asustar a la Historia, que camina a su lado, que recorre los mismos pasillos, que desborda los muros de aquel palacio zarista, corre por las calles heladas de Petrogrado y, discurriendo sobre las aguas del Neva, se derrama sobre toda Europa. La revolución no es un sueño eterno.

“Es un cuadro maravilloso ver a los obreros armados de fusil junto a los soldados, calentándose al calor de las hogueras”.

El que habla es el mayor de los dos. El hombre que creó el partido más revolucionario de la historia. El hombre de la infatigable voluntad, de la más absoluta entrega.

“Persistente, perseverante, independiente de todas las convenciones, indiferente hacia las formalidades; ésta era la característica esencial de Lenin como jefe”, escribirá -algunos años más tarde- el más joven. Una “tensión obstinada hacia el objetivo”, resumirá.

“¿Y el Palacio de Invierno? ¿No está tomado aún? ¿Supongo que no pasará nada, eh?”.

Dos hombres acostados en el piso, planificando un nuevo mundo. Rehaciendo el curso de la historia. Abriendo el camino de la emancipación.

Lo sabe el grito campesino que, vistiendo el gris uniforme del soldado, viene desde el fondo de la vida reclamando tierra. Lo sabe el tosco obrero, apenas capaz de leer, que desde las barriadas mugrientas, reclama pan y libertad.

El Palacio de Invierno cae. Cae un pedazo del viejo mundo. Y un trozo del nuevo se empieza a armar. Con pedacitos de pared, con caras oscuras, con hombres silenciosos que apenas saben hablar, con mujeres que ya lo han hecho, marcando a fuego aquellos meses. ¿O alguien olvida que fueron ellas las que detonaron las cosas, las que pusieron la rueda en movimiento? La memoria no permite el olvido. Por más que los acontecimientos corran más rápido que las palabras.


“Se nos decía que la insurrección ahogaría a la revolución en torrentes de sangre...No sabemos que haya habido una sola víctima”. La revolución más grandiosa de todos los tiempos hace su entrada con paso calmo. Mira de arriba abajo a sus detractores. Los ningunea. La mueca puede ofender. Pero al fin y al cabo, qué importa.

Todo es irreal, menos la revolución.

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Junio de 1996. Imposible recordar el día y la hora. Sí el ambiente. La luz, escasa. La dirección: Artigas 329. ¿Departamento? El primero, el último. Poco importa. El sótano que carece de iluminación, salvo por una pequeña ventana que da a un agujero.

“Creo que el viejo Freud, que era muy perspicaz, habría dado un buen tirón de orejas a esta clase de psicoanalistas”.

Nunca había leído a Freud. Nunca lo leeré desde entonces. Al hombre que me habla de él lo leeré muchas veces en los siguientes 24 años. Esta noche -esta madrugada- es una de ellas.
Trotsky habla desde el exilio. Desde la soledad. Desde la noche negra stalinista. Desde la barbarie de la Segunda Guerra Mundial. El artículo está fechado el 18 de octubre de 1939. La carnicería más grande que el mundo conocerá tiene apenas 50 días de vida, si se atiende estrictamente al calendario.

Leo y releo. No entiendo. No puedo entender. Tampoco sé cuando lo entendí, ni cuánto tiempo después. Aquel hombre, sumido en su frágil exilio mexicano reclama el “derecho al optimismo revolucionario”. En un mundo que ve desplegarse el potente y reaccionario poder de la blitzkrieg, aquel ucraniano recluido en Latinoamérica, exige evitar el pesimismo. 

Propone mirar la realidad de frente, denunciarla por traiciones, engaños y decepciones, pero convertirla en aliada. En una masa a ser moldeada, cuando las circunstancias lo permitan, para volver a hacer Historia.

Para volver a tirarse en el piso, entre mantas y almohadas ocasionales, disfrutando del sabor de cambiar el mundo.

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“La razón está de su lado, lo repito, pero la prenda de la victoria de su causa es la intransigencia más absoluta, la rectitud más severa, el más completo repudio de todo compromiso, que son las condiciones en que residió siempre el secreto de los triunfos de Ilich. Esto se lo quise decir a usted en muchas ocasiones, pero solo ahora, como despedida, me atrevo a decirlo”.

Noviembre de 1927. Adolf Joffe agoniza. Su agonía y muerte es un acto político. Su vida se apaga en un instante. Su obra y su acción persisten por siempre.

Trotsky es el destinatario de aquellas líneas. De aquel llamado urgente y necesario. De aquel pedido de intransigencia. Releemos, buscamos alguna pista. Intentamos saber que pasó por aquella cabeza que pensaba a mil (¿un millón?) revoluciones por minuto.

Imposible no sentir el disparo en la sien propia. Imposible no pensar el impacto de aquellas crudas palabras. Un destinatario ungido con una misión suprema: no aflojar. No ceder. No desistir. No renunciar al optimismo revolucionario.

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Agosto. 1996. Un perro enorme ladra desde el margen izquierdo de la calle. Subimos, en ajustada columna, por la calle Ituzaingó. Transitamos una Nueva Córdoba bastante menos sojizada que la actual. La Policía de Mestre nos amenaza, imperturbable y violenta. Allá arriba nos espera la Casa de las Tejas.

El país tiembla. Yo tiemblo con él. Marcho mi primera marcha militante. Canto mis primeras canciones. No entiendo nada. Tengo en el cuerpo, apenas, las 150 páginas de En defensa del marxismo. Soy la nada.

Cargo, sin embargo, un potente optimismo revolucionario. Lo llevo en la mochila, como diría un gran compañero. Un pedacito del destino de la humanidad. Una partícula. Un grano de sal o de arena.

Un cuarto de siglo después lucimos, orgullosos y felices esa carga. Seguimos peleando por nuestro derecho a ese optimismo revolucionario que nos fue legado. Un legado que, al decir de otro gran cerebro, nos impone la tarea de la redención.


jueves, 16 de julio de 2020

Enrique Raab y la magia de la crónica





Escribir por escribir. Para libertar tensión, para soltar amarras. Para volver a sentir el teclado en los dedos sin las arduas imposiciones diarias que los ubican en ese lugar. A cada momento. Escribir para hacer catarsis. Para olvidar. Para seguir recordando.

Tomarse 20 días para caminar las calles y callejuelas de Portugal. Para oler sus olores, saborear sus comidas, mirar a los ojos de quienes pasan caminando o simplemente corriendo.

Enrique Raab escriba sobre Portugal. La belleza está en las palabras y las imágenes. La magia de la crónica está en lograr un efecto visual. Palabras convertidas en imágenes. Fotogramas de realidad sucediéndose en cada renglón hasta formar una idea compacta. Un párrafo tras otro transmitiendo colores, olores y sensaciones. La magia de la crónica es poder ver y sentir aquello que, por definición, solo puede ser leído.

Raab escribe como un militante. Como el político que es. Como el hombre que mira los días desde la óptica del cambio y la revolución. Qué es lo que se vive en Portugal. Por eso sus palabras se encadenan al nerviosismo que vive el país. Por eso pueden hundirse en la historia del Portugal contemporáneo (de su contemporaneidad, no de la nuestra) y relatar en detalle los múltiples intentos de derrocar la larga y dura dictadura de Salazar.

Esa mirada se posa sobre los hombros y las cabezas de los miles de militantes que inundan actos y estadios, que gritan consignas. Que las repiten en tono formal y anquilosado o agitando a los cuatro vientos. Y en esos gritos y cantos nadan programas, perspectivas, políticas. Raab las distingue, las presenta al lector. Las hace balbucear palabras pero dejarse entender.

La magia de la crónica está en saber caminar aquellas calles y callejuelas. En entender la tristeza portuguesa. En pretender explicarla, desafiando los sentidos comunes que cruzan Europa de punta a punta.

John Berger, preguntándose por las razones de los relatos, dijo una vez: “A veces parece que el relato tenga una voluntad propia, la voluntad de ser repetido, de encontrar un oído, un compañero. Como los camellos cruzan el desierto, así los relatos cruzan la soledad de la vida, ofreciendo hospitalidad al oyente, o buscándola. Lo contrario de un relato no es el silencio o la meditación, sino el olvido”.

Desde el tiempo marchito hace cuatro décadas, el relato raabiano (si se nos permite el término) vino corriendo a buscarme. Y me encontró leyéndolo feliz, con frío, en el sillón del living.


miércoles, 11 de marzo de 2020

Insomnio lleno de recuerdos.




Mi computadora es una mierda. O no lo sé. Tal vez solo sea el procesador de texto. Eso hace que todo sea más difícil. Escribir con insomnio, molesto y un poco triste a la vez. Escribir esperando que el tiempo transcurra tan rápido como lo hace ese torrente desordenado que a veces se llaman ideas.
Hoy nos enteramos de una triste noticia. Una amiga se fue. No la veía desde hace más de 20 años. No sé como se llamaban sus hijos o hijas. No había charlado en décadas. Y sin embargo, la tristeza llegó y me acompañó bastantes cuadras por el barrio porteño de San Cristóbal. Un barrio demasiado lejano al de Los Nogales, dónde ella vivió hace un cuarto de siglo. La amistad puede ser una cosa demasiado extraña, incomprensible y hasta cierto punto indescriptible. A esta altura de la vida ya nada me unía a ella salvo los gratos recuerdos del pasado. En el mundo de las redes sociales supongo que un poco podíamos adivinar en qué andaba cada uno. Cada Me Gusta intercambiado -sobre una trivialidad cualquiera- tenía un gusto (valga la redundancia) a “te acordás”.
Y no pude menos que acordarme. Del horrible patio que tenía la Escuela de Ciencias de la Información allá por 1995. Nos recuerdo sentados en los durísimos y raídos bancos de madera que cada tanto la gestión pintaba. Porque los recursos eran escasos. Por eso “queríamos ser facultad”. Ignoro como serán hoy esos bancos. Hace demasiado tiempo que no piso lo que alguna vez, con escaso acierto, llamábamos “la Escuelita”. Ignoro como será todo ahora que somos facultad.
Me recuerdo a mí mismo viajando en el 22, a su casa en Los Nogales. Entre aquellos años y hoy, debe haber habido demasiados 22. El de mediados de los 90 tenía un recorrido larguísimo. Daba infinita cantidad de vueltas antes de depositarte cerca de destino. Ese recuerdo aparece demasiado atado a la novedad y la desesperación del “campesino” recién llegado a Córdoba capital. En Alta Gracia solo eran necesarios dos colectivos: el que te llevaba al río y el que te llevaba al cementerio. A veces eran el mismo.
Recuerdo su sonrisa: era un abrazo. Era apenas un toque más grande que yo. Y sin embargo parecía que lo sabía todo. Se ve que sabíamos demasiado poco en aquel entonces. La parte buena de pasar los 40 es darse cuenta que uno no sabe nada por más que intente disimularlo.
En todos estos años nunca dejé de recordarla. Estaba ahí, imborrable. Como esos bancos de madera.
Esta noche el insomnio estuvo lleno de recuerdos.

(la foto es del año 2000. Ese es el patio horrible. Los bancos de madera estaban a los costados)



domingo, 23 de febrero de 2020

El peso de las palabras




¿Las palabras tienen peso? Y sí es así. ¿cómo las afecta la ley de gravedad? Imposible saberlo. Porqué en todo caso el peso de las palabras se desplaza en el tiempo. Se mueve en imaginarias e intangibles balanzas, que se cargan a cuesta de las muchas conciencias existentes. En última instancia, el peso de las palabras es completamente subjetivo. Sería imposible ponerse de acuerdo entre dos personas acerca del significado de las palabras “te amo”. Incluso si esas dos personas efectivamente se amaran (lo cuál abriría el debate sobre qué es el amor). Te y Amo serían dos cosas radicalmente distintas. Posiblemente hasta opuestas, partiendo de que no existen oposiciones que no tengan, a la vez, un punto de contacto, un lugar de soldadura desde el que se abren en abanico.

Ese peso, al determinarse de manera subjetiva, se vuelve inestable, etéreo, frágil. Tan maleable como las interpretaciones mismas. Vara de lo imposible, registro de lo inexistente o lo inasible.

Entonces. ¿para que decimos lo que decimos? Cuando volcamos palabras al universo de aire, ruido y olor que nos rodea. Cuando enunciamos aquello que ya hace rato circula de neurona en neurona, caminando a velocidad hacia nuestros labios y lengua, luego de haber subido por la laringe.

Las palabras pesan por partida doble. Comunicación no es lo que uno dice sino lo que el otro entiende (algo que enseñaban en Comunicación de Córdoba). Falso de toda falsedad. Comunicación son las dos cosas. Son dos necesidades enfrentadas. Son dos medidas para pesar el peso de las palabras. Allí donde hablo digo algo que pesa en mi conciencia, en mi ser, en mis sentimientos. Allí donde escucho calibro las mismas variables. Escucho y leo pesando el peso de las palabras. Aquellas que informan, aquellas que alagan, aquellas que insultan.

Debería haber terminado Las palabras y las cosas. Posiblemente tendría en la punta de los dedos algunas palabras más para agregar peso en este breve escrito.


sábado, 20 de abril de 2019

Los brazos cansados





Cuando este post esté subido nada más van a haber pasado 25 minutos de que corté con un amigo. Hoy cumplió años. Promedia la mitad de la década de los 30. Es mucho más que joven en un país donde la esperanza de vida alcanza los setenta y pico de años.


Sin embargo me dijo que tenía los brazos cansados. Se entiende. Carga cajas todo el día. Las lleva y las trae. Adentro, un peso muerto que no tiene nada que ver con su vida.


El problema no son las cajas. Es su hijo. Los brazos cansados se cansan aún más cuando se trata de cargarlo. No se trata de una necesidad. No hay impedimentos. Se trata solo de jugar. Se trata solo de disfrutar el (poco) tiempo libre que comparten juntos. Levantarlo y hacerlo volar, imagina uno.


El mundo es una mierda. Para miles de millones. Una cosa tan sencilla como levantar a tu hijo para jugar con él se parece algo, tal vez mucho, a la tortura, al sufrimiento. Donde debería haber placer y felicidad hay dolor y frustración.


No pude evitar acordarme de los rotos que dejan las patronales, de los que sufren dolores insufribles, de los que padecen en el cuerpo el solo hecho de estar en la línea de producción. No pudo evitar acordarme de los obreros de forja que habitaban las plantas de la Fiat cordobesa allá por los 70, aquellos que lloraban de impotencia y de sordera.


El mundo es una mierda. Vale la pena destrozarlo de pies a cabeza. Solo para que alguien puede jugar con su hijo entre sus brazos sin sentir que una aguja se los atraviesa.

martes, 16 de abril de 2019

La tristeza por Notre Dame, la cultura burguesa y el comunismo





Para quienes no tenemos la suerte de conocer Europa, el incendio de Notre Dame apareció como un motivo de tristeza más. Si alguna vez el azar o el destino nos deparan pisar el viejo continente, no podemos estar seguro de que la imponente mole estará ahí para maravillarnos con su inmensidad.


Una (gran) amiga cordobesa me contó que se le piantó un lagrimón. No era para menos. Un milenio de historia y cultura ardía desde las pantallas.


Las llamas que asaltaron la milenaria catedral parisina dispararon más de una discusión en estas tierras. La ignorancia idiomática nos impide saber si ocurrió en otras. Las redes sociales dieron testimonio. Leímos festejos asociados a una consigna: “la única iglesia que ilumina es la que arde”.


La clase obrera del siglo XIX e inicios del XX marchó, luchó y fue masacrada bajo la perspectiva de una emancipación que no se reducía a una simple mejora en la situación material.


Socialistas, anarquistas y sindicalistas revolucionarios montaron clubes obreros y bibliotecas; editaron libros y revistas. Educaron a la clase obrera, sembraron una conciencia que aspiraba a una emancipación más amplia que el aumento salarial.


La estrategia política de aquellas organizaciones se chocó con un mundo convulsionado. Antes de convertirse en un freno a la lucha revolucionaria, se tornó impotente. El siglo XX dejó al desnudo que el derecho a la cultura y al ocio no se podían conquistar por la vía evolutiva. Había que cruzar armas con la burguesía, hacer tronar cañones y batirla. La revolución violenta hizo su entrada en escena desde Oriente.


Quince años después, sufriendo las aspereza de un planeta sin visado, León Trotsky hablaba ante una concurrencia de estudiantes daneses.

Casi no vale la pena detenerse en los lamentos, según los cuales la Revolución de Octubre ha conducido a Rusia a la declinación cultural (…) el monopolio de una pequeña minoría sobre los bienes de la cultura ha quedado deshecho. Pero todo lo que era realmente cultural en la antigua cultura rusa permanece intacto. Los “hunos” bolcheviques no han pisoteado ni las conquistas del pensamiento ni las obras del arte. Por el contrario, han restaurado cuidadosamente los monumentos de la creación humana y los han puesto en orden ejemplar. La cultura de la monarquía, de la nobleza y de la burguesía se ha convertido, al presente, en la cultura de los museos históricos (…) la Revolución de Octubre ha creado la base de una nueva cultura destinada no a los elegidos, sino a todos”.


Quien se precie de luchar por una sociedad plenamente libre de opresión y explotación debería renunciar a la destrucción de la cultura pasada como una norma o programa. La emancipación no puede construirse sobre ruinas.


El odio hacia una institución reaccionaria como la iglesia resulta harto comprensible. El deseo por destruir aquello que se asocie a ella, también. En la Argentina de 2019 actúa como cabeza de la batalla que se libra contra el derecho al aborto legal.


Pero “la única iglesia que ilumina es la que arde” no puede ser nunca el norte del socialismo revolucionario. Los edificios no son, en sí mismos, las instituciones y los individuos que ejercen el poder desde ellas. En ellos se concentran toneladas de historia. Debajo del ladrillo, el cemento y las mistificaciones, es posible hallar el potente trabajo humano que las puso en pie. Un potente trabajo que demuestra la posibilidad de desafiar cualquier límite. La escalera de la emancipación tiene allí un primer escalón.


El desinterés (o el desprecio abierto) hacia la cultura no tiene nada de natural. Cuando el aroma de la 2° guerra mundial invadía cada rincón de Europa, en el lejano exilio mexicano, Trotsky citaba a Marx

La acumulación de la riqueza en un polo es, en consecuencia, al mismo tiempo de acumulación de miseria, sufrimiento en el trabajo, esclavitud, ignorancia, brutalidad, degradación mental en el polo opuesto, es decir, en el lado de la clase que produce su producto en la forma de capital”.

La ignorancia, la brutalidad y la degradación mental son otro producto legítimo del capital. Tanto como la contaminación ambiental, la extrema pobreza y los fachos.


Los años de neo-liberalismo profundizaron aquellos trazos. Para millones el mundo se volvió un lugar de supervivencia. La “fatiga que embrutece”-al decir del mismo Trotsky- se convirtió en norma.


Para la clase obrera, el derecho al ocio y a la cultura es un derecho inalienable. Un derecho que también pasa por apropiarse y aprender aquella cultura que ya existe, que nos ha sido legada por siglos y siglos de trabajo e ingenio humano. Aquella cultura que el llamado “mercado” no considera “apta” para explotados y explotadas. Porqué la historia, la arquitectura, la pintura, la escultura no está ahí, a mano. No vienen encadenados en ningún algoritmo ni figuran en las listas de Spotify.


El comunismo plantó bandera hace siglo y medio, peleando la conquista de tiempo libre, sustrayéndolo al dominio del capital. Un tiempo libre para ser destinado al ocio, al enriquecimiento cultural, a descubrir las millones de maravillas que habitan un mundo sembrado de prohibiciones para la clase trabajadora y el pueblo pobre. Prohibiciones que hay que dinamitar.