miércoles, 15 de agosto de 2012

Dos mundos




Son apenas poco más de las siete de la mañana. Es un día frío. Frío otoñal, pero que bien podría ser un frío invernal. Es la cola de un banco. Son cientos de jubilados haciendo una interminable cola que pasa por delante de nosotros y se pierde doblando la esquina. Son cientos de ellos embanderados en bufandas y gorros. Tiritando, sufriendo. Se ve en sus manos callosas. Que son las manos que curaron, que agarraron tizas, que arreglaron. Esas manos que durante años hicieron e hicieron, hoy, tiritan de frío en la cola que dobla en la esquina para perderse vaya a saber dónde.
A pocos metros hay calor. Demasiado tal vez. Aunque muchos de los que están en la cola opinarían que es suficiente, que es el calor necesario que falta en sus hogares, que falta en los geriátricos, que falta en los hospitales adonde acuden cada tanto. Un poco de calor de ese que seguramente no pudieron disfrutar cuando hacían la cola en otros bancos, en otras épocas, con otros objetivos. A pocos metros están los bares de la city. Los bares de la banca. Los bares donde los empresarios se sientan a planificar su próximo negocio. Los bares donde festejan el último subsidio y la última exención. Afuera, la ñata contra el vidrio como dice el tango, está el jubilado.
Una tenue pared de cristal divide dos mundos. Apenas perceptible, tan frágil que bastaría un golpecito para destrozarla. Tan frágil que ese mismo golpecito ayudaría a unir lo que la pared separa. Pero el cristal es un muro. Divide mundos, no personas. Divide clases, no individuos.
Entre esos dos mundos discurre parte de la vida de la ciudad. Por allí, por ese centro pasan, van, vienen, corren, suban, bajan y se atropellan. En ese centro donde conviven dos mundos, conviven muchos más. El mundo de la banca es el mundo que sigue detrás del cristal. Los otros mundos están del lado de la cola que se pierde a la vuelta de la esquina. Con sus cascos bajo el brazo, con el guardapolvo arrugado, con  manchas en las manos y tierra en la cabeza, con la cara rígida del dolor de espalda, caminan esos mundos por las calles de una ciudad que está cruzada por el cristal.
El frío aire otoñal, que quema las manos, los dedos y hasta los huesos del jubilado también quema las manos que se ocultan bajo el guardapolvo, las que se agrietan de tanto tirar ladrillos al aire, las que se tiznan y las que aprietan botones tras botones hasta que el sentido de apretar botones se pierde.
Esos dos mundos están frente a frente. Por ahora la pared de cristal sigue ahí. Por ahora resiste las miradas violentas de los que sienten quemarse sus manos. Por ahora soporta el tenue sonido de los insultos y las blasfemias. Pero sólo por ahora.

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