jueves, 13 de febrero de 2014

Violencia, política y revolución en los ‘70 (publicado en Ideas de Izquierda 6)


Eduardo Castilla
Número 6, diciembre 2013.


Nuevos intentos de re-construcción de la “Teoría de los dos demonios”

En el transcurso de los últimos años emergió, de manera recurrente, el debate sobre los ‘70. El kirchnerismo, en función de restaurar la autoridad estatal post 2001, se apropió de lo que hemos definido como “Tercer relato” sobre el genocidio1. Como contraparte, en el campo de la derecha, emergió un polo que se propone el retorno hacia una concepción similar a la “Teoría de los dos demonios”. Apunta a limitar el repudio hacia las fuerzas represivas y condena la lucha revolucionaria de los ‘70, a la que identifica casi exclusivamente con las organizaciones armadas. El “ala política” de esta tendencia se expresó por ejemplo en De la Sota o De Narváez pidiendo el juicio a los asesinos de Rucci. Durante el 2013 varias publicaciones intentaron inclinar la balanza del debate en esa dirección. Aquí nos referiremos críticamente a algunas de ellas.

Violencia y política en los ‘70

Desde las más elaboradas definiciones de Pilar Calveiro2 y Claudia Hilb3, pasando por el eclecticismo que despliega Héctor Leis4 hasta el nada teórico ¡Viva la Sangre! de Ceferino Reato5, estas publicaciones intentan reescribir el pasado, abordándolo desde una contraposición entre violencia y política, presentadas como polos opuestos. Su argumentación apunta esencialmente a condenar la violencia de las organizaciones guerrilleras, sea por su carácter antipolítico (Hilb) o desde un punto de vista moral (Leis), ubicándolas en un plano similar a la ejercida por el estado. Reato afirma que: “Para unos, la violencia era el mejor remedio para proteger la continuidad del estado (…) para otros, se trataba de la partera de una sociedad sin clases”. Leis escribe: “lo que se vivió en los años ‘70 fue una tragedia provocada no por individuos sino por una cultura de violencia y muerte, compartida entre las principales elites y las masas”. Calveiro, por su parte, señala que: “Desde 1930, la historia política argentina estuvo marcada por una creciente presencia de lo militar y por el uso de la violencia para imponer desde el poder lo que no se podía consensuar desde la política”.
Dentro de ese clima de época, las organizaciones guerrilleras habrían sustituido la política por la violencia. Calveiro dirá que “la derrota de Montoneros (…) no se debió a un exceso de lo político sino a su carencia. Lo militar y lo organizativo asfixiaron la compresión y la práctica políticas”. Hilb afirmará la tendencia de la guerrilla a usar la violencia racionalizada6 como “sustituto de la política”, transformando la esfera de la acción pública “deliberadamente en un campo de batalla”. Esta lógica de reducción de lo político a lo militar (Calveiro) habría estado presente en el conjunto del período y de los actores sociales, de modo que la política aparece como guerra y los adversarios como enemigos.
Desde el punto de vista filosófico, estos autores igualan política al juego parlamentario de la democracia burguesa (donde se expresarían lo colectivo, lo común y lo público), quitando todo sustrato social a la misma. La violencia ejercida desde abajo, por las masas y sus organizaciones, termina en el mismo plano que la ejercida desde arriba, por el aparato estatal para sostener el orden capitalista.

Un “nuevo” demonio colectivo

Parte esencial de este relato es ubicar a las organizaciones guerrilleras dentro de los responsables de la creciente violencia. Leis definirá que: “el terrorismo de los Montoneros, la Triple A y la dictadura militar son igualmente graves, ya que contribuyeron solidariamente a una ascensión de los extremos de la violencia”. Aunque todos la rechazan, es imposible no emparentar estas definiciones con la “Teoría de los dos demonios”. La diferencia con aquella radica en la búsqueda de una responsabilidad colectiva en la violencia7. Leis8 afirma que “las responsabilidades criminales por una guerra interna son siempre individuales y selectivas, pero la responsabilidad moral es siempre colectiva”. Para estos autores no hubo demonios sino una sociedad que favoreció el ascenso de la violencia.
Pero lo esencial de sus postulados apunta en la misma dirección. En el terreno político estos textos se convierten en una justificación absoluta de la democracia. El mayor “error” de las organizaciones guerrilleras fue haberse rebelado militarmente en el marco de la “vigencia de una democracia plena” (Reato). Por su parte, Leis postulará que “no hay ninguna legitimidad en el terrorismo al servicio del asalto del poder en un contexto democrático”. En el terreno del análisis social, esta concepción borra de la escena a la clase obrera, al movimiento estudiantil y a la acción de masas en general, reduciendo la complejidad de acciones y procesos vivos, al enfrentamiento de aparatos entre fuerzas estatales y guerrilla.

Una violencia históricamente construida

Ninguno de estos autores –la excepción parcial es Calveiro– da cuenta de las condiciones en las que se gestó ese “clima de época”. La violencia aparece como un elemento dado, inherente al período, a las acciones del estado y las organizaciones guerrilleras.
Una explicación de las causas de ese grado de violencia impone reconocer que, desde 1955 en adelante, la clase dominante se propuso la destrucción de la relación de fuerzas –social y política– conquistada por el movimiento obrero durante los años del peronismo: desde la liquidación de conquistas hasta el intento de quiebre del vínculo político-ideológico que encontró su máxima expresión en el Decreto 41619. Durante los 15 años que van desde la llamada Revolución Libertadora hasta el Cordobazo, la burguesía intentó revertir esa relación de fuerzas, recurriendo a dictaduras abiertas -como la de Rojas y Aramburu- y mediante gobiernos “democráticos” basados en la proscripción del peronismo como los de Frondizi e Illia. En esa tarea apeló además a la negociación con las direcciones burocráticas del movimiento obrero y a métodos de guerra civil10. Pero fracasó en ese objetivo estratégico y, por el contrario, aportó a generar un progresivo aumento de la lucha de clases. Esto llevó a que en la clase trabajadora y el pueblo pobre madurara un creciente odio contra las elites dominantes y las instituciones. A partir del Cordobazo, tanto en el terreno de la lucha de clases como en el de las acciones políticas –estrechamente ligados entre sí– creció la violencia, en la medida en que las demandas de las masas se profundizaban y la clase dominante evidenciaba sus límites para hacer concesiones.
La masacre de Ezeiza mostró el inicio de la acción contrarrevolucionaria –con Perón al frente– contra el ala izquierda de su movimiento y sectores de vanguardia obrera y juvenil. Pero hacia las amplias masas obreras primó una política de contención, expresada en el Pacto Social que intentaba amortiguar las tensiones sociales. Mientras se recurría a la violencia abierta por medio de las Tres A, avaladas por Perón, se utilizaba la mayoría parlamentaria para fortalecer los mecanismos de coerción sancionando, por ejemplo, la reforma del Código Penal –que atacaba a la guerrilla e imponía mayores penas por medidas como la toma de fábrica– y la reforma la Ley de Asociaciones Sindicales, que otorgaba más poder a la burocracia sindical. Desde el Estado, en el terreno de la lucha de clases, los métodos de violencia directa se ejercían en combinación con los estrictamente políticos. La clase dominante intentaba desarticular el ascenso revolucionario abierto desde el Cordobazo.

¿Una historia sin sujetos sociales?

“De las numerosas formas de desobediencia que se practicaron en la sociedad, la más radical y confrontativa fue la de los grupos armados”, afirma Calveiro. Sin embargo, la mayoría de las investigaciones históricas coinciden en afirmar que las organizaciones guerrilleras no eran una amenaza real en el momento del Golpe. Sus organizaciones se hallaban golpeadas y la dinámica posterior al 24 de marzo confirma, en el terreno estrictamente militar, su debilidad, dada la rapidez con la que fueron dislocadas (ERP) o pasaron a acciones individuales (Montoneros).
El orden capitalista era desafiado por la acción de las masas en las calles, con un protagonismo central del movimiento obrero. Precisamente por eso, la represión se abatió abiertamente sobre éste, como se evidencia en la militarización de 200 fábricas el mismo 24 de marzo del ‘76, los campos de concentración en el interior de grandes empresas y la conformación de “listas negras” por parte de patronales y burocracia sindical, hecho que tan solo menciona Reato al pasar. Pero así como desaparece la clase obrera en este relato, ocurre lo mismo con la burguesía. Ninguno de los autores mencionados –nuevamente la excepción parcial es Calveiro– intenta establecer la relación entre el Golpe y el plan económico posterior aplicado por la dictadura. Pero, como afirma Martín Schorr: “Dos de los objetivos centrales de los militares que usurparon el poder en marzo de 1976 y de sus bases sociales de sustentación fueron redefinir el papel del Estado en la asignación de recursos y restringir drásticamente el poder de negociación que poseían los trabajadores (…) en términos estratégicos se apuntó a alterar de manera radical y con carácter irreversible la correlación de fuerzas derivada de la presencia de una clase obrera industrial acentuadamente organizada y movilizada en términos político-ideológicos”11.
Esa correlación de fuerzas era el límite de la clase capitalista para imponer una mayor tasa de explotación. Ni la dictadura de 1966-73 ni el peronismo en el poder habían logrado quebrarla. Lejos de ello, habían contribuido a la dinámica revolucionaria de la clase trabajadora, como quedó en evidencia durante las Jornadas de Junio y Julio del ‘75 donde estuvo planteada la posibilidad real de que la clase obrera avanzara hacia la ruptura con el peronismo en el poder. La necesidad de desarticular ese poder social estuvo en la base del Genocidio.

A modo de cierre

El intento de re-construir un relato sobre los ’70 que iguale violencia estatal con acción de la guerrilla, responde al imperativo de restaurar la credibilidad de las fuerzas armadas, una necesidad estratégica del conjunto de la clase dominante. La necesidad de recuperar “poder de fuego” es una cuestión central en la agenda capitalista. Desde esa perspectiva puede apreciarse con más nitidez el giro kirchnerista hacia la derecha, por ejemplo, con la designación del genocida Milani al frente del Ejército. También desde allí se comprende la tendencia ideológica que acabamos de criticar.
Pero estamos muy lejos de alguna novedad teórica por parte de estos autores. Con la excepción parcial de Calveiro, la crítica a la violencia de los ‘70 se hace desde un nivel argumental deplorable. Leis llega al absurdo de escribir que “tanto en las Fuerzas Armadas como en la guerrilla hubo hombres buenos que dejaron de serlo en determinado momento” estableciendo el debate en términos de maldad y bondad. Por su parte Hilb, en uno de los artículos, no tiene reparos en escribir “abordaré estas preguntas evitando, en la medida de lo posible, la interpretación en términos históricos (…) no me referiré a las condiciones sociales y políticas”. Estas afirmaciones evidencian la operación ideológica que se proponen los autores. Pero el debate sobre los ‘70 en la Argentina, como parte de un proceso de ascenso de masas que recorrió el mundo, sigue siendo una tarea central desde el  punto de vista intelectual. Ese debate, desde nuestro punto de vista, implica necesariamente analizar las vías y los medios que podrían haber permitido el triunfo de la clase trabajadora y el pueblo pobre.

1. Para una revisión de los relatos sobre los 70’ ver Werner y Aguirre, Insurgencia Obrera en la Argentina, Ediciones IPS, Buenos Aires, 2009.
2. Política y/o violencia, Siglo XXI, Buenos Aires, 2013.
3. Usos del pasado, Siglo XXI, Buenos Aires, 2013.
4. Un testamento de los años 70, Katz, Buenos Aires, 2013.
5. Ver reseña en Ideas de Izquierda 5.
6. La autora hace esta definición desde la distinción arendtiana entre violencia reactiva y violencia institucionalizada. Hilb, op. cit., p. 21.
7. “El elemento que destaca como fundamental en esta construcción es la ya aludida ‘victimización’ del conjunto social, que aparece como ajeno al combate entre estos dos grupos ‘demoníacos’”. (Feierstein, Daniel, El genocidio como práctica social, FCE, Buenos Aires, 2007, p.269).
8. La concepción de Leis se acerca claramente a la que sostuvieron las fuerzas armadas de “guerra contra la subversión”.
9. Decreto de la Revolución Libertadora que establecía la imposibilidad de utilizar imágenes, símbolos, signos o expresiones representativas del peronismo.
10. Tomamos aquí una definición de León Trotsky, que afirma: “la guerra civil constituye una etapa determinada de la lucha de clases, cuando ésta, rompiendo los marcos de la legalidad, viene a ubicarse en el plano de un enfrentamiento público y en cierta medida físico, de las fuerzas enfrentadas”. Algunos ejemplos de esta tendencia entre el ‘55 y el ‘69 son la utilización de comandos civiles en el Golpe Libertador, los fusilamientos de José León Suárez, el plan CONINTES y la represión abierta bajo Onganía.
11. El poder económico industrial como promotor y beneficiario del proyecto refundacional de la Argentina (p.276) en Verbitsky y Bohoslavsky, Cuentas Pendientes, Siglo XXI, Buenos Aires, 2013. Destacado nuestro.

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