sábado, 29 de agosto de 2015

El dedo de Ramiro





Ramiro no paraba de mirarse el dedo. Le dolía. Por más que intentara usarlo de otra manera, que cambiara la mano de lugar, no había caso. Dolía.  

No sabía cómo se había cortado. Posiblemente fuera la sequedad de la piel. A lo mejor fue cuando estaba lijando. A lo mejor solo se cortó y no sabía cómo. La cuestión es que Ramiro miraba el dedo mientras se bañaba. El jabón le hacía arder. Era una cosa incómoda. No podía no bañarse ese día. Tenía que ir a esa reunión y hacía dos días que no pasaba bajo el agua. 

-Ojalá pudiera sacarme el dedo- pensó. Así no ardería. Sus pensamientos le parecieron absurdos, pero lógicos. Si se podía sacar el dedo mientras se bañaba, el dolor desaparecía.

“Sacarse el dedo”. Como se le podía ocurrir semejante pavada. Sin embargo no pudo reprimirse. Aunque le parecía profundamente ilógico se tomó del dedo. Uso casi toda la otra mano. Agarró el dedo pulgar rodeándolo con la mano derecha e hizo fuerza en sentido horario. O por lo menos él creía que era horario. Siempre había tenido problemas con eso. ¿Qué era horario y qué anti horario? Era algo que le molestaba mucho pensarlo. Cuando tenía que decidir, se imaginaba un reloj de pared. Miraba una pared imaginaria y pensaba en las agujas del reloj girando lentamente. Siempre giraban más lento de lo que él necesitaba para saber cuál era el sentido por el que se interrogaba. Se impacientaba. Puteaba al reloj. Puteaba algo que no existía. Pero puteaba. 

Cuando por fin logró que en su cerebro se procesara como era cada sentido (horario o el otro más difícil de decir) había olvidado porqué lo estaba pensando.
Recordó el pulgar. Le volvía a doler. Debía haber vuelto a entrar jabón. Lo siguió girando. Extrañamente el dedo giraba. Se movía. 

Cuando dio la primera vuelta entera se asustó. ¿No tendrían que haber crujido los huesos? ¿No debería haber llegado un insondable dolor? Pero el dedo seguía girando. Dio dos vueltas. De golpe parecía como si el dedo fuera más largo. En realidad había empezado a separarse de la base de la mano. 

Entre el dedo y la mano había como una especie de rosca. Cuanto más giraba el dedo más se agigantaba el espacio entre las dos cosas. Volvió a girarlo y ya casi había un centímetro de rosca. De golpe, el dedo cedió. Se quedó, literalmente, con su pulgar izquierdo en la mano. 

Lo examinó. Era su propio dedo. Era piel y carne. No sangraba. En la mano la había quedado el resto de los dedos y una rosca. Lo dejó cuidadosamente en un costado de la bañera. Atrás del frasco de shampoo. Tomó otro dedo. Eligió el meñique para no afectar a los más importantes. Lo giró. Y el dedo empezó a moverse. No hizo fuerza. Solo giraba y giraba y el dedo iba saliendo. A diferencia del primer dedo, en este caso no interrumpió el proceso. Se quedó con su meñique izquierdo en su mano derecha en menos de un minuto.
Una sensación de pavor le recorrió el cuerpo. ¿Cómo podía ocurrir? ¿Acaso todos los seres humanos eran iguales? Sentía la necesidad de decírselo a alguien. Pero en su casa no había nadie. Todos estaban trabajando. Faltaban dos horas como mínimo para que llegara alguien.

¿Y si llamaba a un amigo? “Vení, te muestro que me puedo desenroscar los dedos”. “Dejá de romper las pelotas” sería la contestación del otro lado. Esa sería la más amable. Seguramente se desataría  una andanada de críticas. “Otra vez estás del orto a la diez de la mañana”. “No fumé nada, lo juro” sería la respuesta. 

Tomó su brazo izquierdo con la mano derecha. Empezó a hacer fuerza en una dirección. Primero le dolió. Estuvo a punto de dejar de hacerlo pero el brazo empezó a ceder. Primero lentamente, luego con más velocidad. A los pocos minutos tenía su brazo izquierdo en la mano derecha. 

Lo miraba y se miraba el hombro. No había sangre. Solo una rosca. “No soy humano” pensó. “No estoy sangrando”. Recordó que de chico sangraba cuando se lastimaba. Hace minutos nomás se había quejado del dedo lastimado. Y ahora tenía un brazo en la mano. 

Debería haber cerrado la ducha. 

Se sentó en el borde de la bañera. Agarró la pierna izquierda con el único brazo que le quedaba. La pierna también giraba. Fue difícil el movimiento en este caso. La pierna describía un amplio círculo cuando giraba. A lo mejor debería haber doblado la rodilla. Ya era tarde. La pierna quedó estirada y cuando la giraba daba una vuelta enorme. Era más difícil que con el brazo. Pero se la sacó. Ahora en el piso de la bañera estaban su brazo y su pierna izquierda. Además del dedo.  

“Paro con esto” pensó. “Me fui a la mierda” se dijo a sí mismo en una suerte de consejo. Pero la curiosidad lo mataba. Empezó a sacarse la otra pierna. El mismo problema. Un enorme círculo tras otro en el aire hasta que salió.
Ahora solo tenía un torso y un brazo. Sin puntos de apoyo fue a parar al fondo de la bañera. Puteó. No se lastimó pero puteó. 

En el movimiento, su mano izquierda había ido a parar en el agujero por donde desagotaba la bañera. Se dio cuenta que no sabía cómo se llamaba eso. A veces había escuchado decir que “se había tapado la rejilla” pero no estaba seguro de que fuera ese el nombre correcto. En ese momento, lo único que le preocupaba es que su mano se había atorado en el agujero ese de mierda y el agua empezaba a subir. Intentó correrla con su único brazo pero estaba casi inmovilizado en el fondo de la bañera. 

No tenía brazos ni piernas para hacer fuerza y girar. Tenía que ponerse el otro brazo pero no llegaba a agarrarlo porque había quedado justo debajo de su torso. No había forma de girar ni de agarrar el brazo. Intentaba agarrarse del borde de la bañera con el brazo derecho pero estaba mojado así que resbalaba.
Volvió a putear. “Dedo de mierda”. El dedo no estaba por ningún lado. “¿Se habrá ido por el desagote?”

 El agua subía. El brazo derecho no tenía ya mucha utilidad. Faltaban casi dos horas para que llegara alguien. Todos estaban trabajando. 

EC

jueves, 6 de agosto de 2015

Agosto y nostalgia (o al revés)






Seguramente no le ocurre a todo el mundo o no todo el mundo lo piensa o racionaliza. Posiblemente yo tampoco lo había hecho hasta esta noche y no tiene la menor importancia. En todo caso puede funcionar como una suerte de pausa entre tanto ajetreo político que te impone la, valga la redundancia, política.
Agosto puede ser –junto a diciembre- una suerte de mes emblemático en la vida de una persona. En este caso de esta persona. Agosto es el mes en que me fui a vivir solo a los 19 años. Agosto es el mes en fue asesinado León Trotsky, hecho que, a pesar de no haber vivido –como resulta obvio-, se puede definir como completamente asimilado a la propia vida. No hay 20 de agosto que no considere como un día trascendental. Es la fuerza de las ideas. Agosto es, también, el mes en el que empecé a militar. Un cambio no menor (más bien gigantesco), aunque no tuve la certeza de la magnitud hasta 2 años después.
Pero sobre todo hoy, ahora, Agosto es el mes en que mi vieja cumplía años. Hoy hubiera estado cumpliendo 68 si no se la hubiera llevado un cáncer.
Difícil especular con que podría estar haciendo. A esta altura ya estaba jubilada hace rato y se merecía un descanso después de estar 35 años frente al grado. 


Sí, mi vieja era maestra. Era docente. Y le gustaba su laburo. Le gustaba como la gusta a la enorme mayoría de los y las docentes que conozco. Le gustaba hacer que los chicos entiendan y conozcan. Y como le gustaba le ponía toda la onda. Tengo el recuerdo borroso de los “premios” que le daban en la escuela, onda “mejor compañera”. No es un dato menor. Yo conocí a varias de sus compañeras y no calificaban ni por las tapas para la terna. Evidentemente mi vieja calificaba y con creces. 


Mi vieja nunca fue de izquierda. Radical, como una franja enorme de los cordobeses. No tan gorila como otros pero sí un poquito. Así y todo siempre nos dio una mano. En los tiempos en que en Córdoba empezábamos a poner de pie algo parecido al trotskismo, allá por mediados de los ´90, mi vieja era candidata a todo. Después entraron mis hermanos, cuando cumplieron 18. Armábamos lista con mi familia y un par más. Solo así podías presentarte. Y aparte militaban. A su manera, con su propia “interpretación” de nuestra campaña.

No pude hacerme amigo de mi vieja. Solo los últimos años, cuando ya estaba enferma, pude tener un vínculo más cercano. Una cagada. ¿Podría haberlo evitado? Es una pregunta muy difícil de responder. Somos lo que somos después de nuestros errores y algunos pocos (en mi caso) aprendizajes. Como no existe la posibilidad de volver el tiempo atrás y corregir, tengo que decir que era lo que se podía. 

Supongo que, a más de 700 kilómetros, mis hermanos, como lo hago yo en este momento, la estarán llorando. Supongo que pensarán ¡que mierda que no haya conocido a sus nietos! (uno se llama León, alto nombre!). Yo también lo pienso. Que mierda. A ellos, a Andrea y Roxana, a los pequeños León y Caleb (que de pequeño tiene poco) va dedicado este mini-post. 

EC